Pablo Maojo
Pelayo Ortega
Ramón Prendes
DONDE SE HABLA DE GALERISTAS, DE CAJA DE ASTURIAS Y DE UNA EXPOSICIÓN QUIZÁ HISTÓRICA
Rubén Suárez
LOS GALERISTAS
El gran teórico del arte Povera italiano Germano Celant, comentaba en cierta ocasión la pasión por el arte de una galerista internacionalmente conocida, lleanna Sonnabend, de la siguiente manera: «A veces he tenido dificultades para comprarle una obra que me había parecido bella y que estaba decidido a obtener por encima de todo. Entonces me daba cuenta de que no tenía ante mí a una vendedora sino a una coleccionista, a una rival deseosa de conservar la obra en su poder. Por eso su colección es tan hermosa».
Hay otra buena razón, aparte de esta rivalidad tan sugestiva, por la que los galeristas pueden llegar a poseer una magnífica colección de arte: el hecho de que nadie quiera comprar la obra de los artistas por los que han apostado y con los que se han comprometido profesional y humanamente hasta el punto de adquirir en firme sus creaciones, sin expectativas de venta posterior; como en buena medida fue el caso de Daniel H. Kahnweiler, el providencial valedor del cubismo, por cierto, que con espléndida compensación tanto material como espiritual a la larga.
Claro que no todos los galeristas se sienten rivales de sus clientes a la hora de quedarse con una obra, ni todos llegan a reunir colecciones personales importantes. Pero hay que decir que, en alguna medida, siempre comparten esa pasión por el arte cuando su vocación es auténtica, cuando hacen de su profesión un compromiso con la creación plástica que va más allá del rutinario oficio de vendedor de cuadros, aunque haya sido precisamente ésa la expresión usada por Vollard para dar título a sus memorias. Son entonces parte del arte y parte substancial, no la que corresponde únicamente a la intermediación comercial; y desde su sensibilidad en la apreciación de la obra, y luego
de la gestión para su promoción, contribuyen de modo extraordinario al enriquecimiento cultural de la sociedad. Los ejemplos antes citados, por no referirnos a otros muchos, son bien elocuentes y conocidos: la historia del arte contemporáneo podría no haber sido la misma sin la decisiva labor de apostolado de Kahnweiler con el cubismo, y son abrumadores los testimonios sobre lo mucho que a lleanna Sonnabend le deben los últimos maestros del pop, así como minimalistas y conceptualistas y su lanzamiento en Europa.
Pero esa contribución a la cultura mediante la promoción del arte no sólo es protagonizada por los grandes nombres y momentos que forman ya parte de la historia. Todos los galeristas dignos de tal nombre ponen también su piedra, pequeña o no, en la construcción de esa historia, en cualquier tiempo y lugar y en la medida de sus posibilidades, como infraestructura del arte que son, en la sociedad actual. Al famoso «sanguijuelas necesarias pero sanguijuelas a fin de cuentas» de Duchamp, oponía Picasso el más justo y realista «¿qué habría sido de nosotros sin ellos, vendiendo lo que nadie quiere comprar?», pero en ambos comentarios se evidencia el reconocimiento a su función decisiva. Para el artista, el galerista es a menudo amigo y compañero en las soledades de su aventura creativa, una ayuda material y moral en los momentos difíciles. Para el arte, un vigía atento a las nuevas creaciones dispuesto a descubrir nuevos valores que puedan triunfar en el futuro y una voz que se une a la proclamación de sus manifiestos. Y para el público, para el coleccionista, alguien en quien confiar, una información directa y cercana en un mercado difícil y cambiante.
Cuatro galeristas asturianos, Luis Aurelio de L. A., Amador de Cornión, Miguel Ángel de Durero y Luis Hernando de Vértice, y los nombro de la manera que en el mundo del arte se les nombra, han constituido no hace mucho la Asociación Profesional de Galerías de Arte Contemporáneo del Principado de Asturias. Y puedo asegurar que lo han hecho en el espíritu de propiciar el arte de nuestro tiempo aún antes de cualquier consideración comercial igualmente legítima. Asumen ahora conjuntamente el reto de apostar por la creación plástica moderna, incomprendida todavía por gran parte de un público poco o mal informado, y desorientado como consecuencia, en una región sin apenas coleccionismo institucional o empresarial y más bien proclive en lo particular hacia un tipo de obra tópicamente convencional y artísticamente superada. Difíciles condiciones las de mercado tan estrecho que ellos son los más indicados e interesados en ampliar, ya que al amparo de las galerías nacen y se desarrollan por lo general las colecciones y con ellas un importante ensanchamiento de la mejor comprensión y el aprecio del arte contemporáneo por parte de la población.
LA CAJA DE ASTURIAS
Con tales planteamientos, la recién creada Asociación de galeristas decidió organizar una exposición que, además de ser el mejor subrayado a su constitución y un fortalecimiento del vínculo nacido entre sus integrantes, sirviese como el más adecuado manifiesto de su propuesta asociativa ante la opinión pública, al tiempo que de eficaz promoción de los artistas que representan. Y para ello
encontró una pronta y decidida colaboración por parte de la Caja de Asturias que puso a su disposición el mejor espacio que para el arte existe en nuestra región: el Palacio Revillagigedo de Gijón. Se estableció así un compromiso que podemos considerar ejemplar entre lo institucional y lo privado que ha hecho posible la amplia y sugestiva mirada hacia la obra de arte contemporánea que la presente exposición nos propone.
No son frecuentes, y sin embargo resultarían muy recomendables, colaboraciones como ésta en la que una institución pone los medios y la capacidad de acción que no están al alcance de la iniciativa privada y, por su parte, las galerías aportan la obra más reciente de los artistas que con ellas trabajan. Y no es de extrañar que sea precisamente Caja de Asturias quien haya dado el paso de acoger a estas galerías asturianas de arte contemporáneo, si consideramos la significativa importancia de su labor de estímulo y promoción de las manifestaciones artísticas desde hace ya mucho tiempo.
La Caja de Asturias tiene tras de sí una larga y admirable trayectoria en la organización de exposiciones que han resultado decisivas en el desarrollo del arte asturiano desde hace más de cuatro décadas, supliendo la insuficiencia, en algunos casos la práctica inexistencia, de espacios en los que pudiera ser visto. Desde su creación en 1946, pero sobre todo desde la apertura de sus instalaciones en la Plaza de la Escandalera en 1956, demostró la entonces Caja de Ahorros de Asturias una decidida vocación por el arte. De ello puede ser buena prueba el hecho de que se iniciaran las exposiciones -el Apostolado de El Greco del Marqués de San Feliz fue la primera-, años antes de la inauguración oficial del edificio.
Para los que ya entonces hacíamos periodismo cultural fue, y siguió siendo después, centro de gravedad y referencia permanente para la información. En ocasiones, noticia de primera plana, como la exposición del grupo «El Paso». Era mayo de 1957 y la Caja ofrecía la segunda muestra del grupo en España, que días antes se había visto en el Ateneo de Gijón, muy poco después de su presentación en la sala Bucholtz de Madrid. Una exposición que, por otra parte, iba a ser irrepetible, ya que fue la única, con la de Madrid, en la que figuró la obra de los artistas que constituyeron el grupo y firmaron su manifiesto inicial: Millares, Feito, Juana Francés, Rivera, Saura, Suárez, Pablo Serrano y Canogar (completada la muestra con la maqueta «Retablo para la historia de un soldado, de los arquitectos Antonio Fernández Alba y M. Marín). Poco después se registrarían las bajas de Juana Francés, Rivera, Serrano y Antonio Suárez, incorporándose posteriormente Chirino y Viola. Aquella exposición de «El Paso» fue un acontecimiento histórico, y provocó una polémica sin precedentes en Oviedo que tampoco iba a tener parangón en el futuro, una polémica en la que participaron no sólo los sectores artísticos sino muchísimos otros sectores sociales y que tuvo amplísimo eco en los medios de comunicación, con páginas enteras de encuestas sobre el arte abstracto. Luego, en el transcurso de los años, la Obra Social y Cultural mantuvo una actividad permanente, ininterrumpida, gracias a la cual se pudo conocer en Asturias la obra, no sólo de artistas asturianos, sino también de creadores de otras muchas regiones, en algunos casos primeras figuras de la pintura española, en exposiciones antológicas de gran nivel. En Oviedo, y luego en los nuevos espacios de Gijón, Avilés, La Felguera y Mieres, para culminar en este magnífico Palacio Revillagigedo que ha dado acogida a la obra de artistas de relieve universal como Picabia, Paladino, Kosuth, Schnabel, Cabrita Reis o Sol LeWitt, entre otros, además de recibir la obra de destacados artistas asturianos en importantes muestras antológicas o de obra reciente.
Además de esta destacada actividad en la programación de exposiciones, la Caja de Asturias contribuye decisivamente al desarrollo del arte regional mediante el patrocinio de numerosas iniciativas nacidas de otras entidades, como puede ser el caso del Certamen Nacional de Pintura de Luarca o de la Bienal de Pintura La Carbonera, de Langreo, que vienen contando con su patrocinio desde su creación, en 1970 y 1981, respectivamente.
He citado estas actuaciones como el lógico precedente de la decisión que ha llevado a la Caja a esta colaboración de ahora en un nuevo y sugestivo proyecto artístico. Pero aún se me ocurre añadir un motivo más a la hora de considerar este acogimiento a las galerías en el Palacio Revillagigedo: la vocación de galería privada que pienso que la Caja de Asturias ha tenido a lo largo de estos años pasados. Porque en las exposiciones de la Caja no hubo nunca distanciamiento institucional, sino el calor, la cordialidad y el entramado de relaciones que son frecuentes en las galerías entre artistas, encargados de la sala, clientes, aficionados, periodistas o simples curiosos, incluyendo tertulias en las que compartir un espacio de arte y amistad. Bien se recuerda en Oviedo el «barín» de la sala de exposiciones, una rebotica a la vista, y las anécdotas que en él se vivieron. Y no está de más recordarlo ahora, aún sabiendo que aquella manera de vivir el arte pertenece a usos y costumbres del pasado.
LA EXPOSICIÓN
La colaboración entre la Asociación Profesional de Galerías de Arte Contemporáneo del Principado de Asturias y la Caja de Asturias es sin duda una interesante y prometedora experiencia que de momento ha dado como resultado la atractiva exposición que ahora podemos contemplar. Cada una de las cuatro Galerías que participan en ella ha seleccionado a tres de sus artistas, doce creadores en total, que muestran su obra más reciente, estudiada en este catálogo por otros tantos críticos de arte que se cuentan entre los de mayor prestigio en nuestro país, lo que supone también un estímulo al acercamiento de la crítica española a la creación plástica asturiana.
La presente muestra ha propiciado un encuentro entre artistas, galerías, críticos y aficionados en torno a un amplio e importante panorama del arte asturiano contemporáneo, cuando nos consta la gran escasez de exposiciones colectivas de calidad y empeño que para el mejor conocimiento y promoción del arte regional se producen. Por otra parte, su instalación plantea un atractivo. reto en cuanto a la confrontación de tantas y tan diferentes propuestas artísticas en un espacio tan complejo y difícil como sin duda es el del Palacio Revillagigedo. En todo caso, esta instalación buscará un diálogo entre las distintas estéticas en el que se privilegiará exclusivamente la voz de la obra expuesta, sin condicionamientos comerciales de las galerías, que han renunciado a la acotación de espacios en beneficio de unos planteamientos expositivos únicamente abiertos a las sugestiones de la creación plástica.
Resulta muy satisfactorio poder registrar la organización de un acontecimiento cultural tan significativo y lleno de posibilidades para el futuro si esta colaboración persiste, se suman otras, y asistimos así a una nueva posibilidad de desarrollo del arte asturiano. Si de este modo sucediera, estaríamos hablando ahora, sin duda, de una exposición histórica.
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NATURALEZA DE LA ESCULTURA - Pablo Maojo
Miguel Logroño
Cuantiosos y elocuentes indicios de lo que certifica una naturaleza -de las personas, de las cosas- me brindan, en la geografía intelectiva de Pablo Maojo, algo que denominaría un estado de convicción. Cuestión de intensidad: existen clamorosos casos en el ámbito del arte confirmadores de que lo que se sospecha -un indicio es sólo eso, una señal, ¿de qué manera expresada y percibida?activa una razón de ser. Me apresuro a manifestar, para tranquilidad de la insufrible docena y media de tenaces, que no es lo que parece el argumento que da sentido a la realidad -y mucho menos, o más, no sé, a la bellísima, singular realidad representativa que se germina en el espacio de este creador-, sino lo que denota, o por lo que se denota, esa realidad argumental. ¿Demasiado obvio? Vaya: otra vez he incurrido en obviedad.
Vida y obra de Pablo Maojo, genio y figura, naturaleza: todo en este territorio me refiere al arte. A su inexpugnable fragilidad. Con el permiso de los irreductibles tenaces, entiendo que lo anterior o básico es ser artista, naturaleza de lo inexplicable sobre la que se sustenta cuanto sucederá después. Ahora bien, ¿cómo se accede a su percepción? Apelo, además de a la interiorización de un sentimiento, asunto que afectará en primera medida al propio artista, a la exteriorización de su noticia. A su cualidad sintomática. ¿Qué era lo que en aquella, para mí, pionera obra -paisaje de San Pedro de Ambás sin ocas-, exhibida en un prestigioso certamen pictórico de La Felguera, me revelaba la identidad funcional de su autor, y, al tiempo, la originalidad en tanto que lo genuino de un carácter? Los síntomas, diré; cuanto de la realidad emana respecto al conocer antes de que esa realidad sea poseída, en el rumoroso y preciso límite en el que lo real es un indicio o síntoma de lo real. Comprendo que es un poco raro, además de incómodo, abrazar un proyecto existencial modelado por un proceso de síntomas. Sin embargo, ocurren cosas. Y mucho de lo que tensa esta poética firmeza siempre a punto de quebrarse pero nunca abatiéndose -muy al contrario- que se llama Pablo estaba previamente allí, en aquél San Pedro cimero flotando quiero recordar boca abajo sobre el lienzo, en aquella ilocalizable surrealidad.
Trato de decir con este merodeante exordio que el arte en plenitud se hace y permite verse a través de lo apenas. También la escultura, que es un medio expresivo materialmente más compacto -que la pintura-, por la estricta condición física de las formas, volúmenes y masas, es el pleno arte en lo «casi». Hablo de lo que hablo: no del toneladismo, sino de la escultura, insisto, del colosal, inmenso mundo de Pablo Maojo, la solidez del aire, la estable ligereza de lo que vuela, la pesantez de lo leve. 0 la inmedible grandeza -tamaño moral- de lo pequeño, de lo adjetivo. La sustantiva metáfora de lo adjetivo, que es lo que inspira peso real al arte, este calmado, sensible sacudimiento de la inteligencia.
El registro de los materiales con los que se (re)presenta escultóricamente Pablo abarca todo el espectro. Desde el metal para acá o para allá. Pero yo no veo a este excelente escultor por el material sino en la materia. Imagino que no sabré trasladar a quien me lea la diferencia cualitativa, orgánica, de tal (dis)posición. El material es el vehículo, el soporte o instrumento; de alguna manera, el material es la carne. La materia es lo otro: lo que alienta, lo que vivifica. ¿El espíritu? Supongámoslo así. Supongamos que lo digo: la materia -reitero: no lo material- es el espíritu. Es aquello que quise anotar en una ocasión a este respecto atravesado por lo que la interiorizada obra hacia adentro de Pablo Maojo venía a desvelarme: que la materia de la madera hacía que el árbol se transmutase en escultura, para que, a un tiempo, la escultura, sin dejar de serlo, continuase siendo árbol.
Esta no perdida naturaleza constituye para mí la nueva, reoriginada naturaleza de lo que el artista infunde en su universo. El hecho de trabajar desde este material difícilmente seccionable sin herir su materia -la materia de la madera es siempre el árbol, la vida- significa finalmente poner en valor una fluencia de magnitudes relacionadas con lo que trasciende anímicamente, con lo que evoca. Con algo como una memoria de. Pero ello se identifica como un indicio fundamental de la obra de Pablo la idea y la materia de tiempo. Espacio pensado en un volumen apenas de seis por seis por seis centímetros cúbicos de madera: el tiempo se contiene y memoriza en una inapreciable/incalculable medida de lo real.
Me gustaría referirme también a un aspecto principal de la obra de Pablo Maojo que tiene mucho que ver con estos factores del tiempo en tanto que duración o durabilidad: la salud. No aludo a la salud personal de Pablo, que se la deseo buenísima, sino a la orgánica salud de la escultura, algo que deviene por una resonancia -no exactamente magnética, o de magnetismo de otra proyecciónque nos procurará síntomas de algo que fluye por ahí, de un fluido que es el humor. El buen humor de la escultura de Maojo, no agraviada ni agravada por los «magistrales» hallazgos de la nada -una cosa es el magisterio de lo apenas y otra, bien distinta, es la estulticia de la nada-, sino fortalecida por el encuentro -sacudimiento, indiqué líneas atrás- de la inteligencia. Un guiño, Pablo, en el tiempo que nos abruma: tiempo habrá para hablar de minimalismos y demás retaguardias. Aunque ese no es el tiempo que tú y yo consideramos.
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GÉOGRAPHIE DU TENDRE - Pelayo Ortega
Enmanuel Guigon
«Hablo -escribió Honoré de Balzac en su Théorie de la démarche- para gentes habituadas a encontrar la sabiduría en la hoja que cae, problemas gigantescos en el humo que se eleva, teorías en las vibraciones de la luz, pensamiento en los mármoles y el más horrible de los movimientos en la inmovilidad». Conozca o no este texto, Pelayo Ortega parte también de una reflexión que le lleva hacia meandros, paseos de rodeos, remolinos. También su pintura juega con las corrientes aéreas que conducen el ojo a una especie de persecución alegre. También se encuentra muy próxima a las volutas de humo, al revoloteo de hojas. Impone la presencia de energías transparentes. Nos ayuda, sin duda, a pensar con un poco menos de pesadez. En sus obras, a menudo, las curvas remiten unas a otras: las volutas de humo pueden ser percibidas como la agitada estela de un barco, o a la inversa. Para él no es seguro que haya que privilegiar un orden de ondulaciones respecto a otro. Aparece un universo del intervalo que aclara, tal vez indirectamente, las seducciones de estos juegos de rimas y correspondencias. Más bien, busca pensar con un rigor gozoso (en el que el goce es más o menos visible). Pequeños dameros se repiten de un cuadro a otro. Estos nunca son superficies estables, estructuradas con los bordes rectos y nítidos. Los cuadrados no son exactamente cuadrados, las líneas rectas no son rectas, se ven desbordadas por un temblor de límites inciertos. El dibujo corre a lo largo de una cuadrícula coloreada, se mezcla con ella, a veces.
No es justo pensar que el arabesco se opone a la geometría pura, que, de algún modo, la mata o que, cuando se produce uno de los dos, el otro está ausente. Esta falsa lucha es en realidad una alianza amorosa, un anillo en el dedo de cada uno, que, al mismo tiempo, los une y los diferencia. Para perturbar al ángulo recto, se le ocurre pintar sesgada una figura geométrica. Como si lo mensurable contara menos que la desmesura, una desmesura que paradójicamente acepta la segmentación y el fraccionamiento. Estas serían algunas de sus formas. Desea y provoca el accidente que desorienta su visión habitual de las cosas, que la desorganiza. Toma, por ejemplo, la pintura directamente del tubo de color blanco y dibuja sobre el cuadro todavía en blanco. Su finalidad es deshacerse de la costumbre, de sí mismo. Como escribió, a principios del siglo tercero en China, Zhongchang Tong, al que llamaron el Furioso: «El pájaro al volar olvida sus huellas / La cigarra que calla se desnuda de su piel / La serpiente que se yergue abandona sus escamas / El dragón divino pierde sus cuernos / El hombre superior sabe transformarse...». Entonces sería posible una asombrosa levedad: «El Soplo Original es mi nave / El Viento ligero es mi gobernalle / Planeo en la pureza suprema: dejo a mi pensamiento disolverse». Recordemos el texto escrito por el pintor Dis Berlin hablando a propósito de Pelayo Ortega a la manera de un Dufy chino. Veo una figura humana, una casa, una pipa, un árbol, una chimenea, un reloj, un paraguas, una botella, una silla. ¡Siempre pululando! Todos estos objetos invaden el espacio. Crean un mundo. Juegan según sus semejanzas y sus diferencias. Obligan al espectador a multiplicar sus puntos de vista, a aceptar visiones diversas y diseminadas de una misma y paradójica totalidad. Lo más frecuente es que se ciñan unas a otras sin abolir el vacío entre ellas. Pues siempre encontramos en su obra una fascinación por el espacio vacío. Sin duda trata de mostrar la idea de un lugar que no determina ningún acontecimiento, ninguna forma acabada. Nada habrá sucedido aquí sino la infértil espera de lo que ha acontecido en otro tiempo, en otro lugar, de otro modo. De lo que siempre vuelve a comenzar de nuevo, al punto de partida, a la nueva espera. Nada habrá sucedido sino es la insistencia del viento, del humo, y de la lluvia por perdurar al menos. ¿Quién se va? ¿quién ha partido? ¿quién va a venir? El título de uno de sus cuadros bastaría para mostrar este carácter lacónico: «Buen viaje», es lo menos que puede decirse en un prefacio tan breve.
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EL TIEMPO DETENIDO - Ramón Prendes
Ángel Antonio Rodríguez
Un estudio pormenorizado de la obra de Ramón Prendes nos remitiría al inicio de los años setenta, una época conflictiva pero llena de ilusiones para los jóvenes pintores asturianos, que recibían nuevas brisas en su horizonte creativo. Por aquel entonces Gijón era ya una ciudad tradicionalmente artística, y algunos jóvenes comprometidos con su época tenían como referencia los ecos de Valle, la longeva carrera de un Piñole aún activo, la genialidad surrealista de Aurelio Suárez o las arriesgadas propuestas de Rubio Camín y Antonio Suárez. En ese entorno surgieron pintores que apostaron por unos modos intimistas, amigos del color y figurativos, al margen de disfraces meramente conceptuales; pintores que, en cada caso, trataban de guardar una autonomía particular y que, en conjunto, estaban uniformados por ciertas connotaciones paisajísticas afines a la región, cuyos peculiares caracteres ambientales penetran inevitablemente en las retinas de todos nosotros.
En esas circunstancias, Ramón investigó diversos campos, ensayó métodos de trabajo dispares y configuró una iconografía personal, mirando a las regiones más ocultas de un intelecto, el suyo, donde habita la soledad. Ese atractivo viaje por la heterogeneidad derivó, poco a poco, hacia un arriesgado estilo que en el último lustro está dando sus mejores frutos con el apoyo de la galería gijonesa Cornión y los éxitos en recientes exposiciones individuales, situándole junto a los pintores más independientes de la Asturias contemporánea.
Entre las muchas virtudes imprescindibles de todo creador que se precie tres, a mi juicio, deben primar sobre el resto: la honestidad, que obliga a huir del mimetismo ajeno y propio, apostando por el inconformismo; la personalidad, de génesis compleja, quizás innata, que confiere un halo intransferible al grueso de las obras; finalmente, el dominio sobre la metodología personal de trabajo, esto es, la técnica individual, imprescindible para gozar en libertad y evitar Ias limitaciones académicas. Ramón ha conseguido fundir en su trabajo las tres premisas y sus cuadros contienen, sin duda, una genuina impronta estética.
Encerrado en su estudio, con el recuerdo perenne de la ría de Arosa en su memoria, el ritmo cotidiano de Ramón se ha caracterizado siempre por la emoción contemplativa y la ausencia de bocetos. Así, sobre el lienzo y sin dibujo previo, comienza su aventura configurando líneas, curvas y manchas mientras la inspiración, imprevisible, elige espontáneos caminos hacia la composición definitiva. Caminos de color, delimitados por pinceladas suaves, que describen anchos espacios salpicados de contrastes. Después, mares, horizontes, chimeneas humeantes, malecones, puertos cargados de nostalgia, islas, palos, menhires, figuras mitológicas, siluetas humanas y animales rompen esos vacíos, proyectándonos la quietud y el silencio de parajes fantásticos que podemos recorrer a vista de gaviota. Aunque ocasionalmente describen lugares muy concretos, los títulos sorprenden por su complejidad, extraída de los textos de Joyce y Beckett, entre otros. Palabras para el sueño, para la alquimia, que sólo responden a vivencias interiores del autor y no tienen por qué conectar con las sugerencias externas del cuadro. En la carrera de Ramón todas las obras han mantenido esos registros, en mayor o menor medida, con abundantes referencias a los lugares donde su familia y él suelen pasar los veranos. De vez en cuando, incluso, asoman en el soporte petroglifos, faros y arenas de las playas gallegas. Pero, realidades al margen, esas formas no son más que meros pretextos; excusas para desarrollar historias esencialmente plásticas.
Las obras que presenta en esta exposición, realizadas en los dos últimos años, son mucho más austeras que nunca. La síntesis domina cada imagen, aunque los juegos cromáticos siguen siendo infinitos. En algunos volúmenes, de connotaciones casi metafísicas, la espátula proporciona excelentes calidades en la disposición de las gamas, donde luces y sombras no siempre guardan relaciones lógicas y donde los cielos gozan también de un exquisito tratamiento matérico, muy diluido, con cientos de pigmentaciones ajustadas mediante veladuras y rasgados. A menudo, en una misma pieza los brillos del alba o del crepúsculo surgen desde puntos distintos, contra toda posible lógica. Y es que la racionalidad fría y controlada está al margen de las sinceras intenciones de este artista, muy lejos de esa atmósfera que quiere transmitirnos.
La pasión por el trabajo, en todos los terrenos, repercute en los logros de un creador, provocando estelas y aromas únicos. Quizás por eso, Matisse insistía en que lo único exigible al pintor es que expresase sus intenciones con toda claridad, y Zola afirmaba buscar, frente a un cuadro, "ante todo un hombre, no un cuadro". En ese sentido Ramón, cada día más libre de artificios, ha alcanzado hoy un punto de inflexión en su obra que le hace responder pictóricamente a ciertos cambios interiores, en un proceso de renovación casi existencial. Un alto en el camino que le enfrenta a la vida, las reflexiones y las horas, desarrollando vibraciones más serenas que antaño.
Por eso en estos cuadros el tiempo parece detenerse, y cada serie temática conjuga numerosos instantes de una única obsesión, una lucha sin tregua, un grito de colores, un sendero. En esa marcha solitaria, a veces, el artista se ve invadido de incertidumbre, y le nacen dudas, miedos y resignaciones. Afortunadamente, en el caso que nos ocupa, esas trabas se convierten en intensas motivaciones que, rebeldes, retoman la tarea en plenitud de fuerzas. Luego, al caer el día, regresan al refugio. A la pintura.
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